putlocker9 Free The Invisible Man
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Cast=Harriet Dyer
Genre=Horror, Mystery
7,7 / 10 Star
Release Date=2020
runtime=2Hours 4 Min
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La señora Hall se dio cuenta de que llevaba puestas unas grandes gafas azules y de que por encima del cuello del abrigo le salían unas amplias patillas, que le ocultaban el rostro completamente. —Como quiera el señor —contestó ella—. La habitación se calentará en seguida. Sin contestar, apartó de nuevo la vista de ella, y la señora Hall, dándose cuenta de que sus intentos de entablar conversación no eran oportunos, dejó rápidamente el resto de las cosas sobre la mesa y salió de la habitación. Cuando volvió, él seguía allí todavía, como si fuese de piedra, encorvado, con el cuello del abrigo hacia arriba y el ala del sombrero goteando, ocultándole completamente el rostro y las orejas. La señora Hall dejó los huevos con bacon en la mesa con fuerza y le dijo: —La cena está servida, señor. —Gracias —contestó el forastero sin moverse hasta que ella hubo cerrado la puerta. Después se abalanzó sobre la comida en la mesa. Cuando volvía a la cocina por detrás del mostrador, la señora Hall empezó a oír un ruido que se repetía a intervalos regulares. Era el batir de una cuchara en un cuenco. —¡Esa chica!, —dijo—, se me había olvidado, ¡si no tardara tanto! Y mientras acabó ella de batir la mostaza, reprendió a Millie por su lentitud excesiva. Ella había preparado los huevos con bacon, había puesto la mesa y había hecho todo mientras que Millie (¡vaya una ayuda! ) sólo había logrado retrasar la mostaza. ¡Y había un huésped nuevo que quería quedarse! Llenó el tarro de mostaza y, después de colocarlo con cierta majestuosidad en una bandeja de té dorada y negra, la llevó al salón. Llamó a la puerta y entró. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que el visitante se había movido tan deprisa que apenas pudo vislumbrar un objeto blanco que desaparecía debajo de la mesa. Parecía que estaba recogiendo algo del suelo. Dejó el tarro de mostaza sobre la mesa y advirtió que el visitante se había quitado el abrigo y el sombrero y los había dejado en una silla cerca del fuego. Un par de botas mojadas amenazaban con oxidar la pantalla de acero del fuego. La señora Hall se dirigió hacia todo ello con resolución, diciendo con una voz que no daba lugar a una posible negativa: —Supongo que ahora podré llevármelos para secarlos. —Deje el sombrero —contestó el visitante con voz apagada. Cuando la señora Hall se volvió, él había levantado la cabeza y la estaba mirando. Estaba demasiado sorprendida para poder hablar. Él sujetaba una servilleta blanca para taparse la parte inferior de la cara; la boca y las mandíbulas estaban completamente ocultas, de ahí el sonido apagado de su voz. Pero esto no sobresaltó tanto a la señora Hall como ver que tenía la cabeza tapada con las gafas y con una venda blanca, y otra le cubría las orejas. No se le veía nada excepto la punta, rosada, de la nariz. El pelo negro, abundante, que aparecía entre los vendajes le daba una apariencia muy extraña, pues parecía tener distintas coletas y cuernos. La cabeza era tan diferente a lo que la señora Hall se habría imaginado, que por un momento se quedó paralizada. Él continuaba sosteniendo la servilleta con la mano enguantada, y la miraba a través de sus inescrutables gafas azules. —Deje el sombrero —dijo hablando a través del trapo blanco. Cuando sus nervios se recobraron del susto, la señora Hall volvió a colocar el sombrero en la silla, al lado del fuego. —No sabía…, señor —empezó a decir, pero se paró, turbada. —Gracias —contestó secamente, mirando primero a la puerta y volviendo la mirada a ella de nuevo. —Haré que los sequen en seguida —dijo llevándose la ropa de la habitación. Cuando iba hacia la puerta, se volvió para echar de nuevo un vistazo a la cabeza vendada y a las gafas azules; él todavía se tapaba con la servilleta. Al cerrar la puerta, tuvo un ligero estremecimiento, y en su cara se dibujaban sorpresa y perplejidad. «¡Vaya!, nunca…» iba susurrando mientras se acercaba a la cocina, demasiado preocupada como para pensar en lo que Millie estaba haciendo en ese momento. El visitante se sentó y escuchó cómo se alejaban los pasos de la señora Hall. Antes de quitarse la servilleta para seguir comiendo, miró hacia la ventana, entre bocado y bocado, y continuó mirando hasta que, sujetando la servilleta, se levantó y corrió las cortinas, dejando la habitación en penumbra. Después se sentó a la mesa para terminar de comer tranquilamente. —Pobre hombre —decía la señora Hall—, habrá tenido un accidente o sufrido una operación, pero ¡qué susto me han dado todos esos vendajes! Echó un poco de carbón en la chimenea y colgó el abrigo en un tendedero. «Y, ¡esas gafas!, ¡parecía más un buzo que un ser humano! ». Tendió la bufanda del visitante. «Y hablando todo el tiempo a través de ese pañuelo blanco…, quizá tenga la boca destrozada», y se volvió de repente como alguien que acaba de recordar algo: «¡Dios mío, Millie! ¿Todavía no has terminado? ». Cuando la señora Hall volvió para recoger la mesa, su idea de que el visitante tenía la boca desfigurada por algún accidente se confirmó, pues, aunque estaba fumando en pipa, no se quitaba la bufanda que le ocultaba la parte inferior de la cara ni siquiera para llevarse la pipa a los labios. No se trataba de un despiste, pues ella veía cómo se iba consumiendo. Estaba sentado en un rincón de espaldas a la ventana. Después de haber comido y de haberse calentado un rato en la chimenea, habló a la señora Hall con menos agresividad que antes. El reflejo del fuego rindió a sus grandes gafas una animación que no habían tenido hasta ahora. —El resto de mi equipaje está en la estación de Bramblehurst —comenzó, y preguntó a la señora Hall si cabía la posibilidad de que se lo trajeran a la posada. Después de escuchar la explicación de la señora Hall, dijo: —¡Mañana!, ¿no puede ser antes? Y pareció disgustado, cuando le respondieron que no. —¿Está segura? —continuó diciendo—. ¿No podría ir a recogerlo un hombre con una carreta? La señora Hall aprovechó estas preguntas para entablar conversación. —Es una carretera demasiado empinada —dijo, como respuesta a la posibilidad de la carreta; después añadió—: Allí volcó un coche hace poco más de un año y murieron un caballero y el cochero. Pueden ocurrir accidentes en cualquier momento, señor. Sin inmutarse, el visitante contestó: «Tiene razón» a través de la bufanda, sin dejar de mirarla con sus gafas impenetrables. —Y, sin embargo, tardan mucho tiempo en curarse, ¿no cree usted, señor? Tom, el hijo de mi hermana, se cortó en el brazo con una guadaña al caerse en el campo y, ¡Dios mío!, estuvo tres meses en cama. Aunque no lo crea, cada vez que veo una guadaña me acuerdo de todo aquello, señor. —Lo comprendo perfectamente —contestó el visitante. —Estaba tan grave, que creía que iban a operarlo. De pronto, el visitante se echó a reír. Fue una carcajada que pareció empezar y acabar en su boca. —¿En serio? —dijo. —Desde luego, señor. Y no es para tomárselo a broma, sobre todo los que nos tuvimos que ocupar de él, pues mi hermana tiene niños pequeños. Había que estar poniéndole y quitándole vendas. Y me atrevería a decirle, señor, que… —¿Podría acercarme unas cerillas? —dijo de repente el visitante—. Se me ha apagado la pipa. La señora Hall se sintió un poco molesta. Le parecía grosero por parte del visitante, después de todo lo que le había contado. Lo miró un instante, pero, recordando los dos soberanos, salió a buscar las cerillas. —Gracias —contestó, cuando le estaba dando las cerillas, y se volvió hacia la ventana. Era evidente que al hombre no le interesaban ni las operaciones ni los vendajes. Después de todo, ella no había querido insinuar nada, pero aquel rechazo había conseguido irritarla, y Millie sufriría las consecuencias aquella tarde. El forastero se quedó en el salón hasta las cuatro, sin permitir que nadie entrase en la habitación. Durante la mayor parte del tiempo estuvo quieto, fumando junto al fuego. Dormitando, quizá. En un par de ocasiones pudo oírse cómo removía las brasas, y por espacio de cinco minutos se oyó cómo caminaba por la habitación. Parecía que hablaba solo. Después se oyó cómo crujía el sillón: se había vuelto a sentar. CAPÍTULO II. LAS PRIMERAS IMPRESIONES DEL SEÑOR TEDDY HENFREY Eran las cuatro de la tarde. Estaba oscureciendo, y la señora Hall hacía acopio de valor para entrar en la habitación y preguntarle al visitante si le apetecía tomar una taza de té. En ese momento Teddy Henfrey, el relojero, entró en el bar. —¡Menudo tiempecito, señora Hall! ¡No hace tiempo para andar por ahí con unas botas tan ligeras! La nieve caía ahora con más fuerza. La señora Hall asintió; se dio cuenta de que el relojero traía su caja de herramientas y se le ocurrió una idea. —A propósito, señor Teddy —dijo—. Me gustaría que echara un vistazo al viejo reloj del salón. Funciona bien, pero la aguja siempre señala las seis. Y, dirigiéndose al salón, entró después de haber llamado. Al abrir la puerta, vio al visitante sentado en el sillón delante de la chimenea. Parecía estar medio dormido y tenía la cabeza inclinada hacia un lado. La única luz que había en la habitación era la que daba la chimenea y la poca luz que entraba por la puerta. La señora Hall no podía ver con claridad, además estaba deslumbrada, ya que acababa de encender las luces del bar. Por un momento le pareció ver que el hombre al que ella estaba mirando tenía una enorme boca abierta, una boca increíble, que le ocupaba casi la mitad del rostro. Fue una sensación momentánea: la cabeza vendada, las gafas monstruosas y ese enorme agujero debajo. En seguida el hombre se agitó en su sillón, se levantó y se llevó la mano al rostro. La señora Hall abrió la puerta de par en par para que entrara más luz y para poder ver al visitante con claridad. Al igual que antes la servilleta, una bufanda le cubría ahora el rostro. La señora Hall pensó que seguramente habían sido las sombras. —¿Le importaría que entrara este señor a arreglar el reloj? —dijo, mientras se recobraba del susto. —¿Arreglar el reloj? —dijo mirando a su alrededor torpemente y con la mano en la boca—. No faltaría más —continuó, esta vez haciendo un esfuerzo por despertarse. La señora Hall salió para buscar una lámpara, y el visitante hizo ademán de querer estirarse. Al volver la señora Hall con la luz al salón, el señor Teddy Henfrey dio un respingo, al verse en frente de aquel hombre recubierto de vendajes. —Buenas tardes —dijo el visitante al señor Henfrey, que se sintió observado intensamente, como una langosta, a través de aquellas gafas oscuras. —Espero —dijo el señor Henfrey— que no considere esto como una molestia. —De ninguna manera —contestó el visitante—. Aunque creía que esta habitación era para mi uso personal —dijo volviéndose hacia la señora Hall. —Perdón —dijo la señora Hall—, pero pensé que le gustaría que arreglasen el reloj. —Sin lugar a dudas —siguió diciendo el visitante—, pero, normalmente, me gusta que se respete mi intimidad. Sin embargo, me agrada que hayan venido a arreglar el reloj —dijo, al observar cierta vacilación en el comportamiento del señor Henfrey—. Me agrada mucho.
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